viernes, 17 de febrero de 2012

Gris inhumano

Su mirada se paseaba por el paisaje buscando algo, sin embargo, ella no sabía que era aquello que tanto ansiaba ver. Su vida, anteriormente perfecta, se había derrumbado en apenas tres días, sin motivo aparente. Había disfrutado cual niño con un juguete nuevo mientras crecía, pero algo había pasado mal, llevándola a una situación terriblemente extraña para ella. No sabía desenvolverse así, sólo mantenía en su mente las instrucciones de cómo ser una niña mimada, no conseguiría ganarse la vida sin ayuda.

Estaba sola, no podía quitarse ese pensamiento de la cabeza, y es que era cierto. Ya no quedaba nadie a su lado, ninguna persona capaz de apoyarla y ayudarla a reemprender de nuevo su vida. Nadie.

Pese a todo, la joven conservaba las ganas de vivir más que nunca, en aquel momento lo que más ansiaba era renacer, crear una vida nueva y ser una persona completamente diferente, no cometer de nuevo el error que la había llevado a aquel caos.

Comenzaba a hacerse de noche, pero ella no tenía prisa, no tenía ningún lugar al que acudir, tendría que ingeniárselas para poder dormir en alguna parte... si es que recuperaba el sueño. Ahora era completamente diferente, había adquirido un poder, pero aún no sabía cuál era. Desde que había accedido a cambiar, todo había ido de mal en peor, y es que a veces las cosas están bien tal cual.

Sin embargo, ella se había cansado de su vida, aquella monotonía constante en que nadie la tomaba en serio pese a que todos la mimaban. La consideraban ignorante, aunque en realidad no lo fuera. Estaba segura de que podría dar mil vueltas a cualquiera de las personas que la habían adulado, y lo había conseguido. Todos habían pedido piedad, sin saber qué habían hecho en sus miserables vidas para merecer aquel cruel destino que recibieron.

Una sonrisa siniestra apareció en su cara, por fin lo había conseguido, por fin había cambiado su vida, se había vengado de todos aquellos que no la tomaron en serio, y ahora pretendía hacer las cosas de una manera diferente. Nadie osaría ofenderla, quien lo hiciera lo pagaría caro, muy caro.

Había cambiado, sí, y eso le gustaba. Ahora era temible, harías bien en no acercarte a más de veinte metros a ella. Sus ojos lucían de un gris inhumano después de haber perdido todo el color que los caracterizaba. También había sustituido su ropa, que había pasado de ser el característico vestido de un noble a basarse en un traje negro ceñido a su cuerpo que dejaba a la vista su estómago y los muslos. Calzaba unas botas que llegaban poco más abajo de las rodillas y el cabello, negro como el carbón, caía por su espalda hasta llegar al lumbago.

Sus labios, rojos como la sangre, componían una mueca que permitía ver los dientes, blancos y relucientes. Sus colmillos contrastaban con la dulzura de su rostro, completamente engañosa.

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