- Papá... ¿algún día viviremos en una casa así? - Preguntó Lena, interrumpiendo el relato.
- No lo sé, cariño - Respondió divertido su padre.
- A mí me gustaría mucho... quiero que mi piel se vuelva verde para poder camuflarme entre las plantas... - Confesó la niña, mientras imaginaba su historia.
- Pero yo no puedo saber si eso ocurrirá, Lena.
- Yo sé que es posible, papi, sólo quiero que vivamos en una casa así... la ciudad me cansa, siempre es todo igual, con mucho ruido y gente muy estresada...
- A mí también, por eso algún día te conseguiré una casa así, sólo para ti.
- ¿Y tendrá un columpio de madera colgado de la rama de un árbol?
- Claro que sí.
- ¿Con hojas en las cuerdas?
Javier se rió, divertido, y contagió su risa a la niña, pero esta quería saber la respuesta, por lo que repitió la pregunta.
- Posiblemente, aunque primero tengo que descubrir la forma de hacerlo.
- Mmm... cuando vivamos en esa casa, haré un camino de piedras que llegue hasta la puerta, así los animales sabrán por dónde hay que entrar.
...
Lena recordaba aquella conversación como si la hubieran tenido esa misma mañana, con la diferencia de que habían pasado diez años, ahora vivían en la casa de sus sueños, y ella adoraba el lugar tanto como el día que llegaron, pasaba horas y horas balanceándose con el columpio, o investigando el bosque, para descubrir algo nuevo cada día.
Su piel había cambiado, ahora era de un tono verde como el de las hojas de los árboles en plena primavera. También había adquirido más agilidad, podía moverse por el bosque formando parte de él, como si de una ardilla se tratase. Conocía cada rincón de aquel lugar, y podía reconocer cada árbol... cada planta. Sabía qué sentía cada ser en todo momento y era capaz de fundir su mente con la de todos los seres del bosque.
Ya no era una niña, ni tampoco era completamente humana, ahora era parte del bosque, y lo seguiría siendo mucho tiempo.